La paradoja democrática del Poder Judicial en México

Por Helios Ruiz

Presidente de Aceipol – Asociación de consultores, estrategas e investigadores políticos.

En días recientes, México vivió un momento inédito: la ciudadanía acudió a las urnas para elegir directamente a ministros y jueces del Poder Judicial. Un evento que, en teoría, marcaría un avance democrático al permitir que la sociedad tuviera voz en la conformación de una de las instituciones más herméticas del país. Sin embargo, la realidad fue mucho más compleja que la narrativa oficial que intenta instalar una victoria democrática incuestionable.

A primera vista, la elección deja imágenes poderosas: adultos mayores, pueblos originarios, personas de zonas rurales y marginadas acudiendo a votar por quienes ocuparán los cargos más altos en el sistema de justicia. El triunfo de Hugo Aguilar Ortiz, un abogado mixteco con trayectoria en derechos humanos, es sin duda un hito simbólico. Que un indígena presida la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) parece enviar un mensaje de inclusión y representatividad.

Pero detenernos en la potencia simbólica es quedarse a medio camino. Porque si bien es emotivo ver rostros distintos en el poder, también es necesario preguntarse cómo llegaron ahí y, sobre todo, quién los puso. Todos los perfiles ganadores —sin excepción— estaban vinculados al partido en el poder y fueron promovidos desde las estructuras del Ejecutivo. En varias entidades, los “acordeones” con las listas recomendadas circulaban sin disimulo entre gobernadores, operadores políticos y líderes locales. La ciudadanía votó, sí. Pero lo hizo en un escenario limitado, con opciones preseleccionadas, sin verdadera deliberación pública.

Más preocupante aún es el contraste entre los niveles de participación en distintas partes del país. Mientras en estados como Veracruz y Durango —donde hubo elecciones locales simultáneas— la asistencia ciudadana rondó el 50%, en la elección judicial apenas superó el 19%. Y esto, a pesar de que las casillas estaban literalmente al lado unas de otras. ¿Cómo explicar que una misma persona decidiera votar por su presidente municipal pero no por los jueces que integrarán el máximo tribunal del país?

Aún más revelador es el análisis de los votos emitidos dentro del mismo proceso judicial. Las candidaturas para ministros de la SCJN recibieron significativamente más votos que aquellas para el Tribunal de Disciplina Judicial Federal. ¿Por qué, si eran elecciones celebradas en el mismo momento, en las mismas casillas, con boletas igualmente disponibles? Esto habla de una ciudadanía que no fue suficientemente informada, que no entendió —o no le fue explicado— qué implicaba votar por uno u otro órgano. Y si la democracia se basa en elecciones libres e informadas, la omisión deliberada de información puede ser tan nociva como la manipulación directa.

Y sin embargo, hay un hecho que no debe pasar desapercibido: la gran mayoría de los funcionarios de casilla que hicieron posible esta elección eran ciudadanos apartidistas. Atendieron el llamado del Instituto Nacional Electoral, confiaron en la importancia del proceso y ofrecieron su tiempo y compromiso para que todo se desarrollara con legalidad. Eso demuestra que, más allá de los partidos, sí hay una ciudadanía dispuesta a participar en los llamados democráticos. Pero también que esa ciudadanía merece más que una elección simulada; merece procesos claros, opciones reales y un voto que realmente cuente.

El riesgo de reducir la democracia a una narrativa épica, en la que todo gesto simbólico se convierte en prueba de legitimidad popular, es grande. Porque mientras celebramos la llegada de un ministro indígena a la Corte, corremos el peligro de normalizar que la puerta de entrada al Poder Judicial no sea el mérito ni la independencia, sino la bendición presidencial.

La inclusión importa, sí. Pero también importa cómo se construye. Y en este momento, lo que está en juego no es solo quién llega a la justicia, sino para quién trabajará una vez ahí. Porque si la independencia del Poder Judicial se sacrifica en nombre de la representación simbólica, habremos dado un paso atrás en lugar de avanzar.

El desafío está planteado. Y la ciudadanía ya demostró que está dispuesta a responder cuando se le convoca con seriedad y respeto. Ahora es el turno de las instituciones de estar a la altura.

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