Agua y soberanía: el desafío estratégico de América Latina

América Latina y el Caribe se encuentran ante una encrucijada histórica. Durante décadas, la abundancia hídrica fue vista como una garantía casi natural, un recurso inagotable que aseguraba el bienestar de nuestras sociedades. Sin embargo, la realidad se ha encargado de desmentir esa ilusión. Sequías que aíslan comunidades en la Amazonía, racionamientos en Bogotá, apagones en Quito, incendios devastadores en Bolivia y Brasil, y hasta la reducción del calado en el Canal de Panamá son muestras de ello. El agua, que parecía infinita, hoy es un recurso frágil, vulnerable y estratégico.

El cambio climático está alterando radicalmente el ciclo hidrológico de la región. La pérdida de hasta la mitad del volumen de los glaciares andinos en apenas tres décadas es un dato que debería sacudir cualquier conciencia. Más de 150 millones de latinoamericanos viven en áreas con escasez de agua, mientras que las inundaciones y sequías han generado pérdidas superiores a 40 mil millones de dólares en los últimos 20 años. Este no es un problema ambiental aislado, sino es una cuestión de soberanía, desarrollo y seguridad regional.

Frente a este panorama, la respuesta no puede venir de recetas externas ni de una apertura irrestricta de mercados que debilite la capacidad de acción de los Estados. La magnitud del desafío exige instituciones regionales sólidas y coordinadas, capaces de articular políticas soberanas en defensa de un bien común estratégico. Organismos de integración como la CELAC, el MERCOSUR o UNASUR en un eventual relanzamiento, deberían asumir un papel más activo en la definición de estrategias hídricas que trasciendan las fronteras nacionales.

El agua es la base de la agricultura que convierte a América Latina en el mayor exportador neto de alimentos del mundo. Es la fuente del 45% de la energía regional y el sostén de un ecosistema que regula el clima global. No se trata, por tanto, solo de un recurso económico, sino de un activo geopolítico cuya gestión compartida definirá el futuro del continente. Sin cooperación regional, cada país enfrentará solo, y en condiciones de desventaja, las presiones de corporaciones transnacionales y de potencias extranjeras que buscan asegurarse el control del recurso.

El nuevo paradigma debe basarse en la integración soberana, a través de compartir tecnología, coordinar planes de adaptación, fortalecer la gestión comunitaria del agua y, sobre todo, blindar políticamente al recurso frente a su mercantilización indiscriminada. La transición hídrica no será posible sin un regionalismo que coloque al agua en el centro de la agenda estratégica, al mismo nivel que la defensa, la seguridad energética o la política exterior.

América Latina tiene la posibilidad de convertir su abundancia hídrica en una herramienta de integración y desarrollo sostenible. Pero esa posibilidad solo se hará realidad si se fortalece el regionalismo político, si se entiende que la soberanía sobre el agua no se defiende en soledad, sino con una estrategia colectiva que priorice la vida, la justicia social y la dignidad de nuestros pueblos.

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